La arquitectura en común

El desafío a prestar atención sobre un concepto siempre en construcción para la arquitectura como ‘lo común’, una categoría de raíz claramente social, permite abrir una interesante puerta para desarrollar un debate acerca de las herramientas propias que la disciplina arquitectónica y su enseñanza son capaces de aportar para la producción de identidades colectivas en tiempos de sedimentación del sentido común acuñado por las estéticas y políticas de orden neoliberal en América del Sur.

 

En los años recientes, en la enseñanza de la arquitectura se han venido multiplicando las experiencias académicas que, como resultante del ejercicio de sus cursos, aspiran a lograr construcciones en verdadera magnitud. Las prácticas constructivas arquitectónicas aplicadas a contextos concretos comienzan de a poco a tener, sobre todo en esta parte del mundo, un lugar relevante en el aprendizaje de la disciplina. Es curioso y hasta paradójico que en tantos años de devenir académico estas escenas no hayan sido más habituales en lo que se supone que es un tópico inherente a la formación, si se entiende a la praxis material como componente imprescindible del ajuste final de la tarea del proyecto y portadora de un cuerpo de ideas específico que permite otro tipo de aprendizajes.

 

La actividad profesional liberal que conlleva la carrera de arquitectura supone la definición de prácticas que localizan el desarrollo del aprendizaje en un tipo de destreza individual y autoral relacionada con su despliegue a través del conocimiento de las herramientas de producción sobre las que se aboca. Contra la obviedad que supone tal afirmación deberá anteponerse una primera observación. La habilidad técnica, que supone que es todo lo necesario para el ejercicio del diseño, no está complementada con el ejercicio de la destreza en la habilidad social que pone en otro plano al diseño como plataforma de producción.

 

Por habilidad social deberá considerarse la exploración de un plano técnico pero ligado a formatos de colaboración que no se extinguen en la idea del trabajo grupal, -siempre a la orden en las actividades prácticas que habitualmente se llevan adelante en los cursos universitarios. Resulta oportuno agregar que si de algo no se ha provisto a los espacios académicos es de herramientas vinculadas al desarrollo de la inteligencia colectiva, del entrenamiento de la escucha y de la actitud colaborativa a la luz de las interlocuciones que supone el ejercicio de la arquitectura. Esa habilidad social es la necesaria para que estas experiencias constructivas puedan ser implementadas en contextos de actuación pública, mediante ejercicios dialógicos y transdisciplinares con la comunidad destinataria, que las desplacen de las habituales prácticas ensimismadas y autoindulgentes en las que suelen producirse.

 

Esta carencia en la educación universitaria no es otra cosa que el reflejo de una agenda política asumida como fórmula de inserción de la arquitectura en la sociedad de consumo.

 

El elogio al éxito y a la realización personal, la cultura de la meritocracia, la falta de conciencia de clase, la ausencia de una necesidad de encuentro con el otro, la ilusión de una sociedad reconciliada con sus injusticias, delinean los contenidos formativos de base que han perdido a la agenda de la cooperación como motorizadora de las actividades vitales y de la producción de formas de vida. Es la conformación de un sentido común que ha resentido a las clases medias de las ciudades replegando sus conductas hacia dinámicas individualistas y ha considerado cumplida cualquier etapa futura de movilidad social.

 

En orden a ello, si para la arquitectura como práctica, lo común es lo compartido, es necesario que ciertas preguntas sean inescindibles de la implementación de sus procedimientos en busca de que el resultado represente una interfaz afectiva en razón de un motivo colectivo sostenible en el tiempo acordado.

 

¿Cuáles son los protocolos necesarios para la producción de arquitecturas comunitarias? ¿Qué demanda cubren? ¿Qué necesidades colectivas solventan? ¿Qué disciplinas, qué voces y qué saberes intervienen en su definición? ¿Cómo se deliberan y se toman las decisiones? ¿Qué continuidad en el tiempo garantizan las arquitecturas e infraestructuras públicas a desarrollar? ¿Quién garantiza su mantenimiento?

 

Es tiempo de pensar cuál es el rol de la arquitectura en estos procesos de construcción de una matriz cultural y de despliegue de las comunidades en su autogestión y en articulación con iniciativas estatales. Es probable que la arquitectura pueda operar colaborando en el desplazamiento de los márgenes de separación y en la integración de las capas sociales en la medida que no se siga afirmando que hay una arquitectura afín a cada una de ellas.

 

Con todo, habrá que asumir, parafraseando a alguna frase de reciente vigencia en la arena política, que con la arquitectura no alcanza pero sin la arquitectura no se puede.


 

Gustavo Diéguez. Buenos Aires, 1 de septiembre de 2019

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Texto incluido en el libro La academia como práctica. Editorial Núcleo Lenguaje y Creación. Facultad de Arquitectura Diseño y Construcción. Universidad de las Américas. UDLA. Fernando Portal, editor. Santiago de Chile, Chile. 2019.